Apoyé lentamente mis pies sobre el asfalto esperando demostrar la fortaleza que no sentía. Paso a paso me acerqué a la puerta posterior de la camioneta para abrir la puerta. Ahí estaba él. Su pequeño cuerpo reposaba en la silla del auto y sus ojos curiosos parecían preguntar: «¿A dónde vamos, mamá?».
Coloqué su pañalera en uno de mis brazos y con el otro lo cargué apoyándolo cerca de mi pecho. Había temido este día por meses, pero aquí estábamos. Después de unas semanas de licencia postparto, llegaba el día en el que yo debía volver a trabajar. Eso significaba que mi bebé comenzaría a asistir a la guardería maternal.
Las primeras semanas fueron las más difíciles. Día a día luchaba con la culpa que amenazaba con controlar mis emociones y las mentiras que inundaban mis pensamientos. Algún tiempo ha pasado desde ese día y, cuando veo atrás, puedo ver al Señor usando esta experiencia en mi maternidad y vida laboral para llevarme a una mayor dependencia de Él y a una confianza afianzada en Su fidelidad. Dios ha transformado mi lamento en gozo mientras busco ser fiel en el llamado de mamá y empleada que el Señor puso delante de mí.
Me gustaría compartirte cuatro lecciones importantes que aprendí en esta temporada de mi maternidad.
1) El Señor tiene cuidado de nuestros hijos
El temor más grande para cualquier madre al dejar a sus hijos al cuidado de alguien más es pensar en lo que les puede pasar mientras estén fuera de su mirada vigilante. Lo último que queremos es que nuestros hijos enfrenten dificultades, se enfermen o tengan experiencias que puedan impactar el resto de sus vidas. Aunque nuestros deseos de que estén a salvo son buenos, a menudo reflejan la creencia errada de que las mamás podemos proteger a nuestros hijos de todo mal. Pero esto no es verdad porque las madres somos falibles y no podemos prevenir que en su vida experimenten las consecuencias del pecado en este mundo caído, a pesar de nuestros mejores esfuerzos.
Sin embargo, como madres, sí podemos descansar en que el Señor cuida de ellos todo el tiempo. Aquel que los formó en nuestro vientre y diseñó cada parte de sus cuerpos (Sal 139:13-16), que conoce el sentar y levantar de nuestros hijos (v. 2), que conoce su salida y su entrada (Is 37:28), es el mismo que guarda sus mentes, cuerpos y almas. Él es el Dios omnipresente que está velando por nuestros hijos (Sal 139:5) cuando estamos presentes y cuando estamos ausentes. Nada, absolutamente nada, que les suceda estará fuera de Su control y voluntad.
Por supuesto, esto no significa que seremos descuidadas e irresponsables con nuestros hijos. Somos llamados a cuidar de ellos en toda la medida de lo posible, buscando su bienestar. Pero entender que Dios cuida de ellos trae alivio y descanso para cualquier madre. Nuestro Padre bueno ama a nuestros hijos más que nosotras y Él no es falible: Su mano está sobre ellos y podemos descansar completamente en Su cuidado soberano sobre sus vidas.
Cuando las madres, como tú y yo, descansamos en el cuidado de Dios sobre nuestros hijos, también les estamos enseñando cuán digno es Él de nuestra confianza y que no hay nada ni nadie mejor en quien podamos poner nuestra fe.
2) Su gracia es suficiente para cada día
La frustración y el agotamiento que vienen al momento de ver que las tareas planificadas en casa no están completas son una lucha constante que enfrento casi todos los días. Una y otra vez, debo recordar que esos límites mentales y físicos con los que fui creada son una realidad y, al mismo tiempo, sirven para exponer mi orgullo y el deseo de tener todo bajo control y en orden.
Si bien es cierto que muchas veces esto viene de la buena intención de tener todo organizado, a menudo la raíz de todo es el deseo de sentirme bien a través de lo que puedo hacer o lograr en mi hogar. Son innumerables las veces en las que el Señor ha usado estos episodios para llevarme al arrepentimiento y reconocer que yo no puedo hacerlo todo y menos en mis propias fuerzas. Mi necesidad del Señor ha sido evidente y he aprendido cuán dependiente soy de Su gracia.
Las mamás necesitamos recordar que no podemos cumplir con nuestros deberes como madres y empleadas solo por nuestros propios esfuerzos. Necesitamos la gracia del Señor para llevar a cabo nuestros quehaceres y asignaciones, y así podremos deleitarnos en que Su gracia es suficiente para los retos de cada día (2 Co 12:9).
En los días donde los quehaceres abundan, las asignaciones laborales han llegado a su fecha de entrega, los niños están enfermos, y nuestro cuerpo y mente están exhaustos, somos llamadas a descansar en Su gracia. Somos llamadas a reconocer nuestra finitud y venir delante de Él en humildad para reconocer que Él sabe todo lo que nuestras familias necesitan y Él proveerá día tras día (Mt 6:25-34).
Cuando vivimos dentro de nuestras limitaciones y en humildad, le enseñamos a nuestros hijos a depender del Señor en su vivir diario y a descansar en Su gracia suficiente.
3) El evangelio lo transforma todo
Entre el hogar y el trabajo, fácilmente podemos perder de vista el por qué y para qué de lo que hacemos. Olvidar el evangelio nos lleva a dudar de la soberanía de Dios y Su provisión fiel, e incluso puede llevarnos a imponernos cargas difíciles de llevar que nos quitan el gozo de lo que el Señor nos ha llamado a hacer, dentro y fuera de nuestros hogares. Por lo tanto, necesitamos construir fundamentos firmes en la Palabra de Dios y crear disciplinas diarias en las que podamos ser fortalecidas a través del evangelio de Jesucristo.
Cristo pagó el precio de la esclavitud del pecado y nos hizo libres para que vivamos en libertad (Ga 5:1). Ya no somos esclavas de las expectativas de otros seres humanos sobre cómo debe lucir nuestra maternidad. Por el contrario, somos libres para servirnos unos a otros, a nuestras familias y a aquellos que encontramos en el campo laboral (Gá 5:13, Jn 8:36).
La esperanza que tenemos en Cristo por el perdón de nuestros pecados y nuestra salvación eterna traen luz a nuestro día a día. Las gloriosas noticias del evangelio hacen que todo lo que hacemos dentro y fuera de nuestro hogar tenga un impacto eterno. ¡Cuánta libertad y gozo encontramos en Cristo! Cuando el evangelio es nuestra fuente diaria de vida, nuestra maternidad va a ser transformada por la cruz de Cristo y vamos a hablar, compartir y vivir el evangelio. Nuestros hijos son los primeros benefactores de que vivamos centradas en el evangelio: que desde muy pequeños puedan aprender que Cristo es la única esperanza en nuestra vida y muerte.
4) La misión de Dios se cumple donde Él nos ha puesto
Piensa en todas las personas que comparten tus días y con las que interactúas cuando estás en tu lugar de trabajo, o cuando dejas o recoges a tus hijos en la escuela o jardín de infantes. Cada uno de estos encuentros, aunque parezcan rutinarios, te dan la oportunidad de ser una testigo fiel del amor de Cristo y de compartir el evangelio.
Cuando nos detenemos a conocer con interés y amor genuino a las personas que nos rodean, y sacrificamos nuestro tiempo libre para abrir las puertas de nuestro hogar para compartir a otras mamás o familias en situaciones similares, estamos cumpliendo con aquello a lo que fuimos llamadas: servirnos mutuamente en amor (Jn 13:35), velar por las necesidades de nuestro prójimo, llevar las cargas los unos de los otros (Gá 6:2). También estaremos enseñando a nuestros hijos cómo luce una vida según el evangelio mientras cumplimos con nuestra misión.
Mamá, regocíjate
El Señor usa cada una de nuestras vidas para llevarnos a una dependencia de Él para fortalecer nuestra fe y que podamos ver que Él es bueno, misericordioso, y que así experimentemos Su provisión para cada una de nuestras necesidades. ¡En cada una de estas circunstancias la gracia del Señor nos sostiene, equipa y provee!
Mamá, regocíjate en la manera en la que el Señor usa tu vida para edificar a tu familia, a tu comunidad, tu iglesia y Su reino por medio de tu labor fiel y perseverante. Pon tus ojos en Cristo, y corre la carrera que tienes por delante con perseverancia.
Fernie Cosgrove