Imagina por un momento que puedes vivir sin consecuencias; no importa qué hagas, digas o pienses, todo saldrá bien para ti. Tal vez consideres que no llegarías muy lejos porque tu conciencia no te lo permitiría, o tal vez pienses que solo harías cosas que no afectan a los demás. El retrato de Dorian Gray, escrito por Oscar Wilde, nos muestra una imagen bastante realista sobre lo que podría pasar en esas circunstancias.
Este libro se ha vuelto un clásico de la literatura occidental. Hay algo tan familiar en la historia del protagonista, en sus interacciones, en las profundas ideas relatadas a través de largos diálogos y en su comprensión de la naturaleza humana, que da la sensación de que pudo haberse escrito en pleno siglo XXI.
En las páginas se siente la tensión del autor entre su conciencia y el deseo de perseguir una vida de placer sin riesgos. Para un hombre como Wilde, reconocido por sus obras cargadas de sensualidad, parecería extraño encontrar en esta novela palabras como «pecado» o «perdón». Pero es aún más extraño encontrar versículos de la Biblia y súplicas por redención.
El pecado tiene consecuencias
Este libro ha estado muy presente en mi mente en los últimos dos años. La idea de que una persona pudiera transferir todo su pecado hacia su retrato pintado me hizo pensar en cómo se vería eso en mi propia vida: ¿Qué rasgos de mi retrato serían transformados? ¿Cuánto tiempo podría esconder la realidad terrible de mi corazón?¿Qué pensaría Dios al ver lo que realmente soy, aun si el mundo tuviese otra idea sobre mí? ¿Encontraría esperanza al final?
Esto me recuerda la mentira que escucharon los primeros humanos en el Edén, que las cosas no eran tan graves al pecar, que no morirían (Gn 3:4). Esa fue la mentira que escuchó Dorian Gray del cínico Lord Henry, que la belleza era más importante que la justicia, que el placer era más vital que la verdad. Esta misma mentira se nos presenta todos los días cuando pensamos que podemos vivir para nosotros mismos, que no habrá consecuencias para nuestro orgullo, que todo se trata del aquí y ahora.
Así como hubo consecuencias con Adán, también nuestras acciones tienen consecuencias para la eternidad. El mismo Lord Henry le recuerda al protagonista en tono cínico: «Por cierto Dorian —dijo, después de una pausa—, “¿Y qué aprovecha al hombre”…, ¿cómo acaba exactamente la cita?, “ganar todo el mundo y perder su alma?”» (p. 305).
Más que buenas intenciones
El autor relata los esfuerzos vanos del protagonista por redimirse a sí mismo en dos ocasiones.
Al principio, cuando el cuadro cambió por primera vez. Una sonrisa cruel se trazó en los labios de su retrato luego de un conflicto amoroso con una mujer. Dorian aseguraba estar arrepentido e incluso veía el cuadro como un recuerdo constante de lo que provoca la maldad:
Por cada pecado que cometiera, una mancha vendría a ensuciar y a destruir su belleza. Pero no volvería a pecar. El cuadro, igual o distinto, sería el emblema visible de su conciencia. Resistiría la tentación (p.134).
La segunda ocasión es casi al final del relato, cuando logró evitar el pecado por su fuerza de voluntad. Dorian creyó que sus esfuerzos por ser bueno revertirían las consecuencias de sus acciones, solo para mostrar el gran orgullo de su corazón reflejado en la mirada del retrato:
Quizá, si su vida recobraba la pureza, expulsaría de su rostro hasta el último resto de las malas pasiones… No se notaba cambio alguno, con la excepción de un brillo de astucia en la mirada y en la boca las arrugas sinuosas de la hipocresía (p. 315).
Súplica y esperanza
Cuando Basil Hallward, pintor del retrato, presencia el terrible efecto del pecado sobre su obra, inmediatamente hace una súplica que solo pueden hacer los verdaderos amigos: arrepiéntete.
Reza, Dorian, reza —murmuró. ¿Qué era lo que nos enseñaban a decir cuando éramos niños? «No nos dejes caer en la tentación. Perdona nuestros pecados. Borra nuestras iniquidades». Vamos a repetirlo juntos. La plegaria de tu orgullo encontró respuesta. La plegaria de tu arrepentimiento también será escuchada… Dorian Gray se volvió lentamente, mirándolo con los ojos enturbiados por las lágrimas. Es demasiado tarde —balbuceó (p. 225).
Es trágico que Dorian Gray no pudo soportar esa confrontación y dio un paso más hacia su propia destrucción: mató a su amigo. Después de ese hecho, dejó de sentir el pesar de su pecado; ya no era una carga para su conciencia. Cayó en una espiral de decadencia, buscando formas cada vez más fuertes de experimentar la vida. Pero como eso no le era suficiente, comenzó a pervertir a otros hacia sus caminos oscuros (cp. Ro 1:32).
Puede que no hayamos pasado por lo mismo, pero para algunos de nosotros esto es más real de lo que quisiéramos admitir: nos autoengañamos pensando que podemos controlar nuestros pecados, que hay límites que no cruzaremos. Sin embargo, terminamos en lugares tan profundos y denigrantes, con el riesgo incluso de disfrutarlo. Cómo dice Wilde: «Por unos momentos sintió intensamente el terrible júbilo de quien lleva con éxito una doble vida» (p. 249).
Dorian consideró que era demasiado tarde para él, pero la verdad es que mientras estemos vivos siempre hay esperanza en la persona correcta. Como dice la Palabra:
Por tanto, puesto que tenemos en derredor nuestro tan gran nube de testigos, despojémonos también de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos envuelve, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe (Heb 12:1-2a).
El hermoso intercambio
En esta historia de ficción hubo un intercambio «mágico» entre una persona y una pintura que tuvo un destino fatal. Pero hay un intercambio real entre Jesús, el hijo de Dios, y aquellos que ponen su fe en Él, con la esperanza de vida eterna (Ro 5:19).
Gracias a este intercambio, ya no vemos nuestro rostro desfigurado por el pecado, como en el retrato de Dorian Gray, sino el rostro golpeado de Jesús a nuestro favor (Is 52:14). Gracias a este intercambio, cuando Dios nos mira no ve nuestro retrato decadente, sino la hermosa faz de nuestro Salvador.
RODRIGO GÓMEZ