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Reglas de alimentación: Cómo Dios moldea nuestros apetitos - Romanos 14:23-0

Estudio Biblico


SCOTT HUBBARD
Un estudiante de posgrado se sienta en una mesa con amigos, el segundo vaso de su bebida está casi vacío. «¿Puedo rellenar su vaso?», pregunta el camarero.

Una madre ve el chocolate al alcanzar el vasito de su hijo menor. Intenta no comer azúcar por las tardes, pero está cansada y estresada, y los niños no la están viendo.

Un padre vuelve a la cocina después de dormir a los niños. Ya había cenado, pero la pizza sobrante todavía está afuera. El día lo ha dejado agotado y otros pedazos más parecen inofensivos.

En comparación con las batallas que muchos pelean (contra la adicción, contra la pornografía, contra la ira o contra el orgullo), escenarios como estos pueden parecer demasiado triviales para ser discutidos. ¿No tenemos pecados más grandes de los que preocuparnos que la glotonería de bocadillos secretos y terceras raciones?

Sin embargo, la comida es un campo de batalla más grande del que muchos reconocen. ¿Recuerdas la descripción breve de Moisés del primer pecado del mundo?

«Tomó de su fruto y comió. También dio a su marido que estaba con ella, y él comió» (Génesis 3:6).

El asesinato no excluyó a Adán y a Eva del paraíso, como tampoco lo hizo el adulterio, el robo, la mentira o la blasfemia. Comer sí. Nuestros primeros padres salieron del Edén por comer. A nuestra propia manera, nosotros también.

El jardín de la comida
Los problemas con la comida, ya sean grandes (atracones en el buffet) o pequeños (picar incontrolado y secreto), se remontan al principio. En cierta medida, nuestros propios momentos ante el refrigerador o la despensa pueden recrear ese momento junto al árbol. Fuera de la gracia oportuna de Dios, a menudo respondemos de una de dos maneras no piadosas.

Algunos, como Adán y Eva, eligen complacerse. Hasta cierto punto, sienten que comer es acallar la voz de la conciencia y debilitar los muros del dominio propio (Pr 25:28). Si se detuvieran a meditar y orar, reconocerían que cuando comen «no lo hace por fe» (Ro 14:23). Pero ni se detienen, ni meditan, ni oran. En su lugar, inclinan su vaso para pedir otra bebida, agarran y devoran el chocolate, toman unos cuantos pedazos más. La protesta de la sabiduría sirve de poco contra la sugerencia de «solo uno más».

Derek Kidner escribe: «Desde el Edén, el hombre ha querido hasta la última gota de vida, como si más allá del “suficiente” de Dios estuviera el éxtasis, no la náusea» (Proverbs, p. 152). Es por esto que los permisivos beben, toman, sorben y meriendan, olvidando que su aferramiento los lleva lejos del corazón del Edén, más allá de sus muros, donde se postran ante el dios llamado «vientre» (Fil 3:19; ver también Ro 16:18) con náuseas e hinchados.

Mientras tanto, otros optan por la negación. Su lema no es «come, bebe, diviértete» (Lc 12:19), sino «no manipules, no gustes, no toques» (Col 2:21). Viven en un estado de agitación contando calorías, comprando balanzas y construyendo sus vidas en el primer nivel de la pirámide alimenticia. Aunque es posible que no impongan sus dietas a los demás, al menos para ellos mismos se exigen «abstenerse de algunos alimentos, que Dios los ha creado para que con acción de gracias participen de ellos» (1 Ti 4:3), como si uno debiera ver el fruto lícito del Edén y decir: «Estoy bien comiendo hierba».

Si nuestros apetitos dados por Dios son un caballo de carrera, algunos dejan que el caballo corra sin freno, mientras que otros prefieren encerrarlo en un establo. Otros, por supuesto, alternan (a veces salvajemente) entre los dos. Sin embargo, en Cristo, Dios nos enseña a cabalgar.

Un apetito redimido
El mandamiento familiar de Pablo de «sean imitadores de mí, como también yo lo soy de Cristo» (1 Co 11:1) viene, de manera sorprendente, en el contexto de la comida (ver 1 Co 8–10, especialmente 8:7-13 y 10:14-33). Los Evangelios nos dicen por qué: en Jesús encontramos un apetito redimido.

«Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe» dice Jesús de sí mismo (Mt 11:19) y no exagera. ¿Alguna vez has notado con qué frecuencia los Evangelios mencionan la comida? El primer milagro de Jesús multiplicó el vino (Jn 2:1-11); dos de sus más famosos fueron la multiplicación de los panes (Mt 14:13–21; 15:32–39). Cenaba con regularidad como invitado en las casas de otros, ya fuera con recaudadores de impuestos o fariseos (Mr 2:13-17; Lc 14:1). Contó parábolas sobre semillas, levadura, fiestas y becerros engordados (Mt 13:1-9, 33; Lc 14:7-11; 15:11-32). Cuando se encontró con sus discípulos después de su resurrección, les preguntó: «¿Tienen aquí algo de comer?» (Lc 24:41). En otra ocasión, Él tomó la iniciativa y les preparó el desayuno Él mismo (Jn 21:12). No es de extrañar que pensara que era bueno que lo recordáramos durante una comida (Mt 26:26–29).

Sin embargo, a pesar de toda su libertad con la comida, no era un glotón ni un borracho. Jesús podía festejar, pero también podía ayunar, aun durante cuarenta días y cuarenta noches cuando fuera necesario (Mt 4:2). En las comidas, nunca tienes la sensación de que estaba preocupado por su plato; más bien, Dios y el prójimo eran su preocupación constante (Mr 2:13-17; Lc 7:36-50). Cuando el tentador lo encontró en su debilidad y le sugirió que hiciera pan para romper su ayuno, nuestro segundo Adán dio un rotundo no (Mt 4:3-4).

He aquí un hombre que sabe montar un caballo de carrera. Mientras unos se complacen a sí mismos y otros caen en negación, nuestro Señor Jesús dirigió su apetito.

Conociendo al Hacedor del Edén
Si vamos a imitar a Jesús en su forma de comer, necesitaremos más que las reglas correctas de alimentación. Como recordarán, Adán y Eva no cayeron por falta de dieta.

No, imitamos el comer de Jesús solo cuando disfrutamos el tipo de comunión que Él tenía con el Padre. Esto toca la raíz del problema en el árbol, ¿no es así? Antes de que Eva alcanzara la fruta, dejó que la serpiente proyectara una sombra sobre el rostro de su Padre. Ella dejó que él la convenciera de que el Dios del paraíso, como escribe Sinclair Ferguson, «estaba poseído por un espíritu mezquino y restrictivo que rayaba en lo maligno» (El Cristo completo, 78). El dios de la seducción de la serpiente era una deidad misántropa, que guardaba sus mejores frutos en árboles prohibidos. Entonces, Eva alcanzó el fruto.

Pero a través de Jesucristo, nos encontramos de nuevo con Dios: el verdadero Hacedor del Edén y el único que puede romper y domar nuestros apetitos. Aquí está el Dios que hizo todo el alimento de la tierra; quien plantó árboles en cien colinas y dijo: ¡Coman! (Gn 2:16); que alimenta a su pueblo con «la abundancia de [su] casa y les da a beber del río de [sus] delicias» (Sal 36:8); que no niega nada bueno a los suyos (Sal 84:11); y quien, en la plenitud de los tiempos, no retuvo ni siquiera el mayor de todos los bienes: su Hijo amado (Ro 8:32).

A diferencia de Adán y Eva, Jesús comió (y se abstuvo) en presencia de este insondable Dios bueno. Cuando comió, dio gracias al Dador (Mt 14:19; 1 Co 11:24). Cuando se topó con el «no comerás» de su Padre, no silenció la conciencia ni descartó el dominio propio, sino que se alimentó de algo mejor que pan (Mt 4:4). Él dijo a sus discípulos: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo Su obra» (Jn 4:34). Sabía que había un tiempo para comer y un tiempo para abstenerse, y que ambos tiempos estaban regidos por la bondad de Dios.

Comemos, bebemos y nos abstenemos para la gloria de Dios solo cuando, como Jesús, probamos a Dios mismo como nuestro alimento más selecto (1 Co 10:31; Sal 34:8).

Dirige tu apetito
Es cierto que la línea entre suficiente y demasiado es borrosa, y aún los más maduros pueden pasar ese límite por desapercibido hasta comer de más. Aun así, entre el plato rebosante de permisividad y el plato vacío de la negación hay un tercer plato, uno que discernimos y elegimos cada vez más a medida que el Espíritu refina el paladar de nuestro corazón. Aquí, ni nos complacemos ni negamos nuestros apetitos, sino que, como nuestro Señor Jesús, los dirigimos.

Entonces, ahí estás, listo para tomar otra porción, tomar otro trago, tomar otro puñado, aunque tu mejor sabiduría espiritual te dicte lo contrario. En otras palabras, estás listo para llegar más allá del «suficiente» de Dios una vez más. ¿Qué te devuelve la cordura en ese momento? No repitiendo las reglas con mayor fervor, sino llevando esas reglas hasta la boca de un Dios infinitamente bueno. Cuando sientes que has alcanzado el «suficiente» de Dios (tal vez haciendo una breve pausa, meditando, orando) has llegado al muro que te impide salir del Edén de la comunión con Cristo, ese Alimento mejor que todo alimento (Jn 4:34).

Te alejas, tal vez tarareando un himno al Dios que es bueno:

Tú eres dador y perdonador,

Siempre una bendición, siempre bendito,

Manantial de la alegría de vivir,

¡Profundidad oceánica de feliz descanso!

Este es el Hacedor del Edén, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Si el verdadero Dios es así de bueno, entonces no necesitamos aferrarnos a lo que no nos ha dado.

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