Desde el otoño, el perezoso no ara,
Así que pide durante la cosecha, pero no hay nada (Pr 20:4).
José María Pemán (1897 – 1981) fue un poeta, ensayista, dramaturgo y periodista español controversial. Lo recuerdo porque de niño memoricé unos versos suyos que me han acompañado durante mi vida. Esos versos son como una exhortación constante, preservada en mi memoria, para que no permita que mi pequeña parcela de «barro» que el Señor me ha concedido por un breve lapso de tiempo quede sin fructificar como producto de mi falta de esfuerzo o empeño.
El poema se titula Meditación al amanecer. Es largo y versa sobre el tiempo de la siembra en el campo y cómo el trabajo del agricultor se mezcla con la providencia de la tierra que es fértil y luego dará fruto. Él reconoce y se asombra con la prodigalidad de la tierra: «Jamás una flor sencilla nos negó la maravilla que en sus pétalos encierra, jamás le negó la tierra su calor a la semilla». Por eso se pregunta si su vida puede quedarse atrás sin cosecha ni fruto, si también el Señor le ha dado una vida que también debería florecer y fructificar: «¿Me resignaré a ser menos que la tierra y que la flor?».
Estos son los versos aprendidos en la niñez que nunca se han disipado de mi memoria:
La vida que no florece,
y es estéril y escondida,
y ni fecunda y crece,
es vida que no merece
el santo nombre de vida.
Todos nacemos con innumerables posibilidades de fructificación. No todos sembraremos las mismas semillas en nuestras pequeñas parcelas de barro, pero ninguno —de alguna manera u otra— quedará con un simple terreno eriazo.
Observar el salto de 71 centímetros que llevó a Cristiano Ronaldo a elevarse a 2,56 metros de altura para meter un gol de cabeza, es justamente «fruto» de su entrenamiento y diligencia deportiva. Es evidente que resaltamos este tipo de fructificación deportiva porque es bastante visible. Lo mismo podemos hacer con un prodigio musical que nos deleita con su capacidad con el piano o con una bailarina que nos sorprende con su agilidad y ligereza en la danza.
Ni el futbolista, el pianista ni la bailarina nacieron dominando su arte. De seguro alcanzaron la maestría luego de interminables horas de prácticas, ensayos y privaciones que terminaron dando fruto. No quisiera dejar de decir que lo mismo ocurre con un dentista, un abogado, un obrero de construcción o con mi abuelita en la cocina. Todos nosotros podemos fructificar y hacer que buenas semillas crezcan en nuestra pequeña porción de tierra concedida por el Señor.
¡Fuimos creados para fructificar! Eso lo dice el maestro de sabiduría cuando señala: «Aun por sus hechos un muchacho se da a conocer si su conducta es pura y recta» (Pr 20:11). Por eso la necedad es un drama inmenso, porque hace que sus poseedores no hagan el trabajo necesario para fructificar en la vida. El texto del encabezado nos dice que el necio —en este caso en la forma del perezoso— deja pasar las posibilidades de fructificar al dejar pasar el tiempo de la siembra y luego «pedir» cuando ya no le corresponde lo que otros cosechan porque sembraron a tiempo.
El trabajo agrícola no era fácil en los tiempos bíblicos. La preparación de una tierra pedregosa y el sembrado requería de mucho esfuerzo físico. Un agricultor también tenía que estar atento al período de lluvias limitado a una sola época del año, que no siempre era estable. Dado que las lluvias empezaban al final del otoño, el agricultor las esperaba con ansias para suavizar el terreno y ararlo. Si lo dejaba pasar, como lo hace el perezoso, simplemente era imposible hacerlo después. Por eso el maestro de sabiduría dice: «No ames el sueño, no sea que te empobrezcas; abre tus ojos y te saciarás de pan» (v. 13).
Es interesante que el consejo sea «abrir los ojos». La necedad del perezoso le impide ver lo que para otros es evidente, pero no porque carezcan de visión porque «El oído que oye y el ojo que ve, ambos los ha hecho el Señor» (20:12). En ese sentido, el necio perezoso no carece de nada que tenga el sabio y diligente. Ambos han sido provistos con todo lo necesario por el Señor. El único problema es de actitud y disposición al esfuerzo y trabajo duro. ¡Nada más!
Es importante recordar que los cristianos somos fértiles y fructíferos por la obra de Cristo a nuestro favor. Él dijo: «Ustedes no me escogieron a Mí, sino que Yo los escogí a ustedes, y los designé para que vayan y den fruto, y que su fruto permanezca…» (Jn 15:16a). Ese fruto se manifestará en nuestro carácter y también en nuestras obras para la gloria de Dios. No dejemos que la necedad de la pereza nos deje como un terreno eriazo, sino busquemos que nuestra pequeña parcela dé fruto a treinta, a sesenta y a ciento por uno.
JOSÉ «PEPE» MENDOZA